En lo alto de la provincia del Cañar, donde el viento sopla frío y las montañas guardan siglos de historia, la comunidad se unió para recuperar su páramo. Durante años, la deforestación y el sobrepastoreo habían erosionado la tierra, afectando las fuentes de agua que abastecían a las familias. Pero los mayores aún recordaban los tiempos en que los frailejones y chuquiraguas cubrían las laderas, protegiendo el suelo y atrapando la neblina.

Con el apoyo de una organización ambiental, los comuneros organizaron mingas para sembrar especies nativas. Mujeres, hombres y niños caminaron hasta las alturas cargando pequeñas plantas de polylepis, pumamaquis y almohadillas andinas. Con manos firmes y corazones esperanzados, colocaron cada plántula en la tierra húmeda, confiando en que el tiempo haría su parte.

Meses después, los primeros brotes resistieron el clima extremo y comenzaron a florecer. El páramo, poco a poco, revivía. El agua volvió a filtrarse en los suelos, y con ella, la esperanza de un futuro sostenible. Desde entonces, cada año la comunidad se reúne para seguir sembrando vida, sabiendo que su esfuerzo no solo es para ellos, sino para las generaciones venideras.